29.9.06

Pesadilla III


Disciplina a Sangre y Fuego 
Anoche volví a soñar una siniestra pesadilla y para colmo repetida o recurrente como dicen los siquiatras. Mis pesadillas son verdaderas regresiones a cierta época de nuestra común experiencia escolar. La regresión máxima que me permito es sólo hasta cuarta preparatoria, es decir hasta marzo del 58. Si por casualidad la regresión se pasara de largo y llego a uno de los primeros tres años de colegio, sin duda, no podría incluirla en esta colección de pesadillas, sino que se trataría de un sueño dulce, dulce como las tres señoritas, posiblemente hermanas entre si, aunque no lo recuerdo con certeza, que fueron mis profes desde primera a tercera preparatoria. Un solo dato para que les quede claro como era el colegio San Gabriel y lo agilados que éramos nosotros: no les teníamos ni sobrenombre a las señoritas. Entonces no se les decía tías.
Piensen entonces como me sentí al conocer al Choro Paredes en mi primer año de liceano, piensen como me sentí anoche al verlo nuevamente revisar mis orejas y entrar en contradicción con las condiciones higiénicas en que se encontraban. Contradicción que se resolvió ampliamente a su favor con un violento movimiento ascendente de su mano que tenía fuertemente asido mi apéndice auditivo-nada pequeño, por cierto- lo que conllevó que me parara de mi banco y solo me volviera a sentar cuando la mano que asía mi oreja volvió a bajar y yo lancé un grito que en 1958 nunca se escuchó porque aguante como había que hacerlo porque sino ustedes saben. Pero que anoche sí, mi garganta se desquitó, se rompieron los diques del silencio y mi grito desbordó la noche con las previsibles consecuencias del súbito despertar, mío y de mi esposa que creía que pasaba algo con mi corazón y yo tuve que decirle que no se preocupara que había sido culpa del Choro Paredes que mañana te explico mi amor, que mejor durmamos, antes de que nos desvelemos y, ya sabes, nos tenemos que levantar a las seis y media.
Cerré los ojos con rabia en busca de un buen sueño, pensaba “quien le habrá puesto ese apodo tan certero, seguramente no fue ninguno de nosotros porque solíamos usar la palabra choro en su acepción más infantil y positiva casi equivalente al actual bacán, al menos en mi caso sólo años después cuando conocí a algunos choros de verdad (no me refiero a esos) vine a saber que era el término con que los delincuentes en su jerga señalaban a sus colegas más violentos y más malos y el Choro en verdad era malo.” A veces, pensar cosas lateras como éstas inducen al sueño, pero –esta vez- eso fue un gran error: Me dormí como tronco y todo recomenzó una vez más, por fortuna ahora no le había dado con mis orejas, sino que con el Cabeza de Pala que no había hecho bien la tarea y se había ganado un coscacho con anillo, castigo que hasta ese día ninguno había experimentado, ni en cabeza propia, ni en cabeza ajena. Resultado: quedó sangrando la voluminosa cabecita que le había hecho acreedor a ese apodo que a veces lo acortábamos y le decíamos simplemente el Cabeza. Aún no sospechábamos que al año siguiente conoceríamos a quien llegaría a ser el Cabezón definitivo.
¡Riiiiiinnnnnnnggggggg! Salimos a recreo y el Cabeza de Pala pudo echarse un poco de agua para limpiar la sangre antes que se le secara en el pelo, y nosotros nos dedicamos a comentar el incidente y a compararlo con otros anteriores, teníamos dudas si había sido peor o no que cuando le pisaba un pie a su víctima y después le propinaba un tremendo combo en el pecho. Las opiniones, como siempre, estaban divididas.
¡Riiiiiinnnnnnnggggggg! Que desgracia, se acabó el recreo y nosotros formados como milicos listos para entrar a clases. Ahí viene la María Pezoa ¿o es su hermana Teresa? Son harto parecidas estas viejas. Yo soy el primero de la fila -siempre lo fui- y esta vieja loca me toma de los hombros y me empuja con toda su fuerza, provocando una reacción en cadena que manda a la cresta la fila y se arma un desorden que ni nosotros lo podíamos creer. Por suerte no todos los profes del Liceo son como este desgraciado que nos tocó. Seguramente me río en mi cama, pero no hay testigos. Mi esposa duerme apurada y yo también. La risa no es suficiente para despertar a nadie.
Ya habíamos recompuesto el desastre bajo las órdenes del Agurto que era el Jefe con amplios poderes delegados directamente por el Choro, cuando apareció éste sonriendo animadamente, parece que le había sentado bien el recreo. Entramos a la sala ordenados, pero sin llegar al extremo de marchar, no convenía exagerar las cosas porque podría pensar que nos burlábamos de él y eso sería peligroso. Una de las cosas que estábamos aprendiendo a temprana edad, gracias a él era a ser prudentes y cautelosos.
–Hoy, vamos a hacer un experimento– dijo el profe poniéndole un poco de misterio a la cosa, lo que no era necesario. Nuestra curiosidad era mayor que nuestros miedos y ya estábamos ganados para ser cómplices de lo que fuera.
–Ustedes, saben contar, ¿no es cierto?
–Sí, señor– respondió el coro.
Sacó una lupa tomó un cuaderno y la puso a la distancia adecuada.
–Empiecen a contar– ordenó.
–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...
Poco a poco empezó a ascender un humito. Abrió la hoja y todos pudimos ver un agujero que la traspasaba, pero no llegó a dar llama lo que parece que le quitó dramatismo al asunto y arremetió con otro intento, colocó un fósforo sobre el cuaderno y apuntó la diminuta imagen del sol -como nos explicaba- directo sobre la cabeza del fósforo.
–Empiecen a contar otra vez– ordenó.
–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... trece, catorce, quince...
Una minúscula explosión interrumpió el contéo y una llamita vivió un segundo y se apagó. Parece que el éxito no fue suficiente.
–Mejor vamos a hacer otro experimento, pero necesito un voluntario. ¿Hay aquí algún valiente?– no había ningún valiente, sino treinta y nueve niños cautelosos y prudentes. Nadie se ofreció.
–Agurto, usted es el Jefe y le va tocar ayudarme en este experimento, si lo hace bien podrá seguir siendo el Jefe.
–Sí, señor– contestó el Agurto, en forma automática.
En la sala reinaba un silencio de sepulcro.
–Ponga aquí la mano derecha y no la quite por ningún motivo.
–Sí, señor– volvió a responder, ahora con una nota de angustia en su garganta.
Repitió el experimento, todos mirábamos la mano del Agurto. Yo miraba también su cara.
Enfocó el diminuto sol sobre el dorso de la mano del Tuerto Agurto.
–Cuenten, pues– ordenó nuevamente.
–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...– decía el coro.
El Tuerto quien tenía un solo ojo visible -en su ojo derecho usaba un parche con un solo agujero que debía servir para corregir un notorio estrabismo- estaba sudando, sobre todo en la frente. Su boca sonreía con cierto nerviosismo. Su ojo izquierdo, enormemente abierto. Su mano derecha inmóvil. El conteo continuaba.
–Quince, dieciséis, diecisiete...
Lo que vi en ese momento, me hizo sospechar que soñaba, porque contra toda lógica en su mano derecha empezó a levantarse una ampolla blanca que crecía y crecía y más increíble aún, salía olor a asado. El sudor corría desde su frente inundando el resto de la cara, su boca tenía una risa petrificada que no engañaba a nadie. Su ojo izquierdo estaba acuoso y a punto de desbordarse, su mano derecha inmóvil. El conteo continuaba.
–Veintiocho, veintinueve, treinta...
El Choro retiró la lupa.
–Muy bien Agurto, continúa siendo el Jefe.
¡Rinnnnnnggggggggggggggggg!
No, no es recreo. Son las seis y media. Hoy es lunes. Hay que levantarse... ¿Podrán empeorar las cosas?
Neandro Schilling

15.8.06

Revolucionarios Profesionales

A Álvaro Vallejos Villagrán, Matías
Mi pantorrilla estaba hinchada en forma grotesca y me mandaba mensajes confusos: primero una punzada profunda, luego un latido, difícil era descifrar lo que quería decirme mi pata, mi querida pata izquierda, pero yo lo interpretaba como “cuidado, estoy a punto de reventar”. De vez en cuando me subía un poco la pierna del pantalón para verificar que aún resistía, que aún no empezaba a agrietarse. Y Matías seguía dándole y machacándo con los revolucionarios profesionales y que el Pelao Lenin esto y que el Che aquello y yo esperando que terminara con su charla de educación política para mostrarle mi pata, y preguntarle que podía tomar. Después de todo, alguna vez fue estudiante de medicina, aunque no sé de qué año y lo más probable es que a esas alturas ya hubiese abandonado su carrera como yo mismo había hecho con la mía, aunque ninguno de los dos estuviera dispuesto a reconocer tal abandono.
Estaba a punto de dormirme, con el calor de la tarde santiaguina y la voz monótona y cansada que de tarde en tarde repetía revolucionarios profesionales, casi como una muletilla, cuando por fin hizo la pregunta mágica: “¿Alguien más quiere alargar la reunión?”. Una forma muy particular de ofrecer la palabra que ningún valiente se atrevía a aceptar. Su charla terminaba con la famosa preguntita. Esperé que salieran los muchachos para mostrarle mi pata.
-¿Qué te pasó güevón? -preguntó Matías al ver mi pierna con una hinchazón tremenda. La cosa lucía peor de lo que era, porque en la posta me la pintaron con yodo dándole un toque un tanto escandaloso al asunto.
-Los pacos maricones me dieron con una lacrimógena- contesté con un tonito que no era de lamento, sino más bien de disimulado orgullo.
-¿Y ya te vio un médico?
-La chica Pamela me llevó a la posta, pero no sé si sería médico el que me atendió ahí. Yo estaba medio mareado. Sólo sé que me echaron yodo y no me recetaron ni aspirina. Lo único que gané es que el diario La Tribuna publicara mi nombre en la lista de heridos.
-Porqué no te vas para que te vea tu papá y te cuiden un rato en casita, total tu viejo es médico de verdad -propuso Matías olvidándose de las tareas que el mismo me había asignado y que yo ni muerto hubiera dejado de cumplir.
-Claro y le digo: “Oye viejo si yo iba pasando por ahí cuando me cayó una lacrimógena, no sé de donde. Tienen tan mala puntería estos pacos”.
-Entonces tómate unas dolopironas –dijo Matías–. Te quitará el dolor y te ayudará con la inflamación. Tuviste suerte porque la bomba no te rompió nada.
-Sí fue puro susto, sobre todo al principio cuando no sentía la pierna, ni siquiera como si estuviera dormida. Era como si me la hubieran desconectado.
-Tómate unas dolopironas y descansa un par de días -insistió con aire de doctor y de jefe bonachón. Así me convertí en uno de los pocos pacientes que pudo tener Matías, quizás el único a quien le recetó algo.
Nos fuimos juntos desde el local del efe-te-erre donde había soportado su charla, bajando hacia la Alameda. Íbamos silenciosos, yo por costumbre, él porque había estado chachareando varias horas. Ambos cojeábamos. Yo por lo de la bomba, él porque algo tenía en un pié, algo de lo que no le gustaba hablar. Aunque habitualmente casi no se le notaba, ese día cojeaba como Dustin Hoffman en Perdidos en la Noche.
-¿Y tu porqué cojeái? ¿De puro solidario? –Le pregunté tocándole directamente su rollo.
Matías contestó muy serio -No. Lo mío es una malformación congénita y te aseguro que no te gustaría verla. Hay días que duele y otros ando bien Cuando puedo disimulo, pero ahora estoy agotado-. Era la primera vez que me hablaba de ese tema. Yo ya lo sabía por una infidencia de la Negra. Ella era su compañera y lo conocía más que nosotros.
Las calles estaban vacías y tenían algo de escenario. Una ventana jugó a ser espejo y nos devolvió nuestra imagen: ninguno llegaba al metro sesenta con zapatos, caminábamos despacio yo rengueando de mi pierna izquierda, él, ya lo dije, como Dustin Hoffman, pero más feo, claro. Más feo que el actor y más feo que yo, de todas maneras. Los dos cansados. Era como si nos viéramos en una película y aún hoy mi recuerdo parece arrancado del cine.
Matías estalló en una carcajada repentina, contagiosa que me obligó a hacer con él un dúo de idiotas riéndose sin parar. Nos apretábamos la guata. El más idiota era yo que no sabía de qué me reía. Cuando pudo controlarse un poco, me dijo: “Alguien podría sacarnos una foto ahora y le pondríamos abajo Revolucionarios Profesionales”. Al menos ya sabía de quienes nos reíamos, aunque ya no lo encontraba tan gracioso.
Seguimos caminando en busca de una farmacia, pero por el camino se nos cruzó un boliche, debe haber sido “El Brasil” que quedaba por esos lados, y pasamos a tomarnos unas cervezas bien frías.
-Esto también disminuye el dolor y como es diurético te ayudará con la inflamación –dijo Matías– corrigiendo su receta anterior. Con cada cerveza nos reíamos más de nosotros mismos: los revolucionarios profesionales. ¡Lástima! Nunca nos tomamos una foto.

11.8.06

Pesadilla II

Accidentes
Sueño que me duermo manejando. No, no me duermo de golpe y porrazo. Ni en mi cama logro dormirme tan rápido. El sueño me va jalando poco a poco, disimuladamente con el claro propósito de sorprenderme. Yo, me doy cuenta, lucho, pero el sueño gana por goleada.
Retomo mis esfuerzos, aunque ya no pretendo no dormirme, me conformo con avisarle a Mayarí que tome el volante, que haga algo, que se salve, que nos salve, pero ya es tarde el sueño se ha apoderado de mis cuerdas vocales o quizás de la región de mi corteza cerebral que gobierna la palabra. El silencio se ha apoderado de mí, las palabras sólo existen en mi pensamiento, ni un sonido sale de mi boca. Me siento derrotado, tengo ganas de dejarme deslizar hacia el sueño más profundo de mi vida, decirme bueno si hay que chocar chocamos, pero no, mi hija está conmigo, no puedo ser tan irresponsable, no quiero declararme derrotado, debo luchar por ella, pero pierdo por goleada. Quizás ella se salve tal como ocurrió cuando sólo tenía un poco más de un mes de vida y las chocaron, a ella y a su madre, la madre quedó grave y a ella nada, no le pasó nada. Yo no iba en ese vehículo, estaba lejos, estaba en Venezuela y no supe de esta desgracia hasta una semana después.
Qué más da. Es cosa del destino. Mi padre chocó –lo chocaron, precisaba él- en la burra de bigote marca Ford que mi abuelo nunca aprendió a manejar, y se quedó casi sin dientes y con una cicatriz profunda casi igual al pliegue que tengo en el mentón. Yo nací algunos años después del accidente y, aunque no puedo afirmar que algo así pueda heredarse, tampoco puedo negarlo. Después de todo la medialuna está ahí en medio del mentón como una duda de dos centímetros.
Está bién, ahora me toca a mí, me resigno, pero no con Mayarí ella ya pasó por esto y salió bien, no puedo abandonarme, ¿Qué puedo hacer? Seguimos rodando... siento una fuerte punzada en mis costillas, por el lado opuesto al corazón (menos mal). Fuerte y tranquilizadora. Es el codo de mi hija que se me clava con insistencia.
- Ya puh, viejo. No seai fome, convérsame un poco. Has dormido desde que nos subimos al bus.
Neandro Schilling

Zeta

No alcancé a llegar al primer punto aparte cuando vi interrumpida mi lectura por la brusca agitación del socio que dormía en el sofá. Solo falta que empiece a tirarse peos este gil pensé y me reí de solo imaginármelo. Recomencé el libro.
“La tenue luz reflejada en el acero mortal de la daga sostenida por la mano de un amigo, será un campanazo de alerta, el anuncio de un conflicto con otros (con los de siempre), un llamado a sumarnos a su lucha. Nunca una amenaza...”
Fue todo lo que alcancé a leer cuando me distrajo nuevamente un movimiento del tipo que dormía en el sofá. Se dio media vuelta como si estuviera en su cama, lo que me hizo adivinar que no tenía cama y que esa no era la primera vez que dormía allí. Tatiana, la secre que reinaba en esa sala de espera andaba en colación ya que era más bien hora de almorzar que de dormir. Este debe ser uno de los protegidos de mi amiga que siempre se consigue unos ejemplares únicos.
Debía esperarla a ella antes de iniciar cualquier trámite. Le hinqué nuevamente el diente a la lectura ya que no había almorzado todavía. El libro que tenía en mis manos era una novela negra que empezaba con un sangriento asesinato. La cosa era harto truculenta ya que víctima y victimario estaban unidos por una larga amistad, pero el homicida no reconocía a su amigo hasta después de haber enterrado el puñal.
Nuevos crujidos desde el sofá me obligaron a quitar la vista del libro. El gil seguía agitándose como si soñara, tenía la suerte de ser flaco y chico mientras el sofá era amplio, mullido y forrado en cuero negro, toda una elegancia digna de la sala de espera de un Director Nacional. Me alegró pensar que ese ostentoso mueble comprado con la plata destinada a nosotros, los que regresábamos del destierro, pudiera servir a alguien que parecía necesitarlo.
Ahora podía ver su rostro: un óvalo alargado de una palidez enfermiza con un bigote de adolescente y unos pelos guachos en su barba que no había sido debidamente rasurada en días, probablemente tampoco se había bañado según lo denunciaba su pelo castaño, opaco y grasiento. Traté de calcular su edad, lo que era difícil, pero me quedé con el medio siglo, quizás menos. De tanto observarlo algo me empezó a parecer familiar detrás de esa máscara ojerosa. De pronto empezaron a rebobinarse veintitantos años y fue emergiendo de mi memoria el rostro de un querido dirigente de un joven revolucionario lleno de energía e ilusiones. ¡Qué alegría volver a verlo! Yo lo creía muerto.
No era tan extraño encontrarlo en ese lugar. Estábamos en una oficina cuya clientela éramos los desterrados que volvíamos quienes empezábamos a ser llamados “retornados”, feo invento de algún burócrata. Yo era uno de esos, de Zeta no sabía nada desde un lejano día de 1970 cuando salió de la cárcel amnistiado por Allende. Él era de los pocos que habían caído asaltando bancos el año anterior.
Fue una tarde cálida de diciembre cuando lo recibimos en el campamento 26 de Julio. Hicimos una asamblea para que él contara su historia y nos deslumbró con su claridad y con la sencillez que suelen tener los héroes que no se han enterado aún de que lo son. Más tarde en una pequeña reunión partidaria le estrujamos los detalles de la vida en la cárcel tratando de prepararnos para algo que también nos podría suceder a nosotros.
Me emocioné de reconocerlo y quise despertarlo de inmediato. Se veía que no estaba durmiendo bien, se le notaba demasiada agitación. Quizás si lo despertaba lo rescataría de una terrible pesadilla. A veces, el pensamiento es suficientemente poderoso, ya que bastó tener el impulso de despertarlo para que Zeta abriera sus dos ojos y los clavara en mí. Estábamos solos en la sala de espera y no era extraño que me mirara, pero la intensidad de su mirada me resultó molesta. Quizás era su frialdad, porque aún no me había reconocido. Ensayé una sonrisa. La sonrisa era sincera, reflejaba toda mi alegría por encontrarlo allí completamente vivo, a pesar de todo lo que había ocurrido en esos años atroces que nos separaban de la tarde en el campamento cuando él había recuperado su libertad y éramos jóvenes y nos creíamos capaces de realizar hasta el más descabellado de nuestros sueños. Volví a verlo con el puño en alto arengando a los pobladores. Escuché nuevamente los gritos, las consignas y los aplausos. De pronto su voz resonó poderosa y con el mismo timbre que yo recordaba. Las voces cambian menos que los cuerpos y los rostros.
- Qué mirai sapo conchetumadre- dijo, estirando su mano en la que había aparecido una cortaplumas automática de doble filo, puntiaguda y de 18 centímetros de hoja. La abrió con tanta destreza y prontitud que no percibí ningún movimiento, sólo oí un chasquido seco y recordé a un amigo que en Caracas recibió una estocada con un picahielo y murió en cosa de minutos. La afilada punta había perforado su corazón. Mi sonrisa se quedó petrificada.
Tenía que dejar de mirar el acero y mirarlo a él, directamente a sus ojos, mantener la calma y tranquilizarlo. Por suerte, estaba bastante lúcido debido al torrente de adrenalina que circulaba por mi cuerpo. En ese momento mi vida dependía del poder de la palabra, tenía que hablar y hablé. Sentía que si hacía una pausa en mi discurso Zeta se lanzaría con toda su furia contra mí. Eché de menos la colt 45 que cargué algún día. Según el General Funston era el arma exacta para un caso como éste, porque su impacto lanzaba al agresor a varios metros de distancia, lo que no se conseguía con ningún otro calibre. Ahora, no sé para qué añoraba mi arma si de nada me hubiera servido. Nunca dispararía contra Zeta.
Le recordé que era Manuel, que nos conocimos en el campamento 26 de Julio, allá detrás del sector efe de la José María Caro. Que él estuvo en ese lugar el mismo día que salió de la cárcel, que hicimos una asamblea para escucharlo y después una reunión de partido para preguntarle detalles. Que él nos pidió un mate en lugar de té o café porque en la cárcel se había acostumbrado a matear y para él era tan indispensable como fumar. Que creía que lo habían matado los milicos, que me alegraba de verlo vivo.
Mi cuerpo y mis manos me ayudaron moviéndose sincronizadamente con su cuerpo y con sus manos, incluyendo su mano derecha que seguía sosteniendo el arma que ahora me parecía menor, casi inofensiva. El se mantenía silencioso, algo desconcertado, pero más tranquilo. Su respiración y la mía tomaban un ritmo también sincronizado, nos balanceábamos suavemente como si fuéramos en un mismo bote. El peligro parecía conjurado cuando apareció un factor externo fuera de libreto.
-Ring ring… ring ring… ring ring- ... el teléfono sonó en el peor momento. Echó abajo todo lo que había avanzado y me desconcentró al extremo de dejarme sin palabras. Sin poder calmarlo ni detenerlo. Sólo mis ángeles guardianes podrían salvarme una vez más. Me debían salvar del acero sostenido por la mano de un amigo. Al pensar esto me di cuenta que eso era, más o menos, lo que recién había leído. Otra vez estaba sucediendo algo extraño, me solía acontecer que si leía una palabra por primera vez en mi vida, al poco rato volvía a encontrarla en un contexto completamente diferente. O leer el nombre de la calle A. Lamas cuando iba por Paicaví hacia el cementerio y querer saber a que nombre correspondería esa “A” y minutos después descubrir que la tumba que visitaba estaba ubicada en el pasaje Andrés Lamas. Claro que esta vez lo extraordinario era mayor. Lo leído quería convertirse en realidad.
-Ring-ring... ring-ring... ring-ring…- el teléfono siguió sonando. Yo sabía que la llamada era para mí, para darme instrucciones, pero también sabía que si hacía ese movimiento se rompería el lazo que había logrado crear con Zeta. La navaja se hundiría en mi cuerpo.
Zeta saltó como impulsado por resortes con una agilidad imposible de suponer en ese cuerpo maltratado.
-Sapos de mierda- gritó con desesperación. Tomó los cables y los cortó de un solo tajo.
Hubo un silencio tan poderoso como las palabras que yo había perdido irremediablemente. Sólo me quedaba un recurso para seguir hablando. Miré el libro, me imaginé ante un micrófono y leí en voz alta.
-La tenue luz reflejada en el acero mortal de la cortaplumas automática sostenida por la mano de Zeta, será un campanazo de alerta, el anuncio de un conflicto con otros (con los que tú sabes), un llamado a sumarnos a su lucha. Nunca una amenaza...- Y seguí leyendo para Zeta, sin interrumpirme, como último recurso para lograr que se calmara.
No sé que pasó, cuanto tiempo pasó, pero cuando levanté la vista e interrumpí la lectura, Zeta había regresado a su sofá. Tatiana se había aproximado de forma que solo yo podía verla y me hacía imperiosas señas para que saliera. Obedecí, arriesgándolo todo. Confié en que Zeta no podía atacarme por la espalda. No era de esos. Nunca fue de esos. Di un paso fuera de la sala de espera y casi me atropellan dos gigantes vestidos de blanco que en segundos redujeron a Zeta y se lo llevaron.
-A la otra te mato, sapo conchetumadre-. Fue lo único que alcanzó a gritarme.
Tatiana me abrazó y se puso a llorar. Quise decir algo, pero se me habían secado las palabras. Escuché el ulular de una sirena que se alejaba.

9.8.06

Pesadilla I

La Prueba
Quiero creer que todos han experimentado en mente propia lo que es una pesadilla y, sobre todo, una pesadilla recurrente. Se parecen a esas películas malas, pero taquilleras en las que la primera requirió una inversión que después es aprovechada en las siguientes, creando de este modo una serie siniestra. Pecado cometido hasta por el propio Spielberg. De estas series, quizás la única que se salva, para mi gusto, es la que protagoniza Freddy Krueger.
Mi pesadilla favorita suele comenzar con la voz de mi madre quien grita –¡Levántate de una vez, flojo!, ¡Me vas a volver loca! No pienso ir de nuevo a escuchar los reclamos del Barraco, la próxima va a ir tu papá– la máxima amenaza gritada con una fuerza que no se podrían imaginar quienes la conocen y, con justicia, la consideran dulce.
Aquí se supone que despierto, lo cual es la peor trampa con que nuestros sueños se visten de realidad. Es claro, si en el sueño hemos pasado por el proceso de despertar ya es un hecho que lo que sigue no es sueño sino la más dura y tangible realidad.
Me doy cuenta que es el tercer grito. Llevo una contabilidad precisa, para no cometer errores. El tres es un número mágico que marca el límite de tolerancia de mi madre. Me levanto a la carrera paso fugazmente por el baño, me peino, entro a la pieza de los viejos, mi mamá está tomando aire para lanzarme otra andanada, me anticipo a la jugada, le doy un beso “chao” y ya estoy en la 2 Poniente 2 Sur cuando ella consigue desahogarse. Corro hasta la plaza, con la esperanza de que aparezca la micro salvadora. Al llegar a la 1 Sur 1 Poniente me convenzo que ese no es día para esperar milagros. Aplico Pitágoras y cruzo la Plaza de Armas en diagonal hasta la 1 Oriente 1 Norte. Corro hacia la Alameda. Aquí tengo otra chance de subirme a una micro que me ahorraría un par de minutos que igual valen, pero no, no viene nada. Sigo corriendo, mi estado físico es envidiable. No sé porque siempre me dejan fuera de los equipos de fútbol. ¡Por fin llego! Demasiado tarde. El Liceo está cerrado. Tras la puerta central se recorta la silueta del compadre Fisher dispuesto a cortarle el paso a cualquiera como un back centro ineludible, pero por fortuna, el último hombre está de espaldas y hasta me permito imaginarme un número 3 en su impecable chaqueta. Sin perder el impulso de 15 cuadras que llevo bien corridas, me lanzo por la punta izquierda, no porque siempre haya sido mi favorita, sino porque ahí hay un vidrio roto y mi tamaño me permite entrar por él con facilidad. Me detengo un poco para recobrar aliento y aparentar que aquí no ha pasado nada. La puerta izquierda tiene sus riesgos, no lo sabré yo. El camino que debo seguir pasa peligrosamente cerca de la Sala de Profesores. A esta hora es posible un encuentro cercano altamente desagradable. No quiero ni pensar en el chancho Ocharán, pero los dioses me protegen y me topo con Monsieur Aguilera quien aplica conmigo su riguroso ceremonial de saludo, se inclina muy atento y dice con calma: “Bon jour, Neandro, ¿Cómo estás?”. Así es él, el único profe que nos llama por nuestros nombres de pila hasta en sueños y, a pesar de sus años nunca se confunde. Le correspondo con mucha cortesía “Bon jour monsieur, le ayudo con la maquinita”. El me agradece y me pasa aquella grabadora portátil modelo prehistórico que pesa sus buenos kilos. Esto me da una magnífica cobertura. Después de una charla sin preguntas indiscretas, Monsieur llega a su sala y yo debo continuar sólo hasta la mía. El Pichula Navarrete no está en el pasillo. La puerta de nuestra sala está abierta, entro y me siento. La Judith, la profesora jefe, la que nunca se atrasa, para no darnos malos ejemplos, no ha llegado. No lo puedo creer, todo ha salido perfecto, me sonrío satisfecho, cansado y satisfecho. Mi sonrisa dura justo hasta que el Agurto me dice: “oye chico y estudiaste pa la prueba...”
Las pesadillas son recurrentes, aunque nunca iguales. A veces, las cosas empeoran. Después les cuento.
Neandro Schilling

18.7.06

Trauma Acústico

El tren trepaba hacia la cumbre agarrándose como podía de los helados rieles, el humo se hacía más negro, por el esfuerzo de las máquinas que lanzaban dos penachos paralelos o quizás solo era una ilusión provocada por el paisaje que se volvía blanco y majestuoso. En cada curva veía ennegrecerse los fierros de las nobles locomotoras, que bufaban con sordina, temerosas de la montaña que imponía silencio y respeto, aunque no a todos, porque Oscar no podía quedarse callado ni ante la montaña que nos mostraba su grandeza. Para él todo era estímulo a su libido, probablemente las montañas blancas cubiertas de una nieve que parecía suave le recordaran los senos de una mujer. La blanca alfombra de nieve que se formaba con los copos que se estrellaban en el suelo sin emitir el menor sonido, podría ser la metáfora de sábanas cómplices de la mejor aventura de su vida.
– ¿Es verdad que las argentinas son así de tetonas? – me preguntó Oscar, rompiendo la magia de la contemplación en que me había sumido, para hacerme regresar de golpe a su mundo donde lo más importante era el posible polvo echado a la rápida con una camarera.
Era imposible seguir en mi mundo, aunque tuve el impulso de hacerlo callar de mala manera, terminé dejándome arrastrar a esa conversación de minas que proponía con esa pregunta ingenua y esa mímica graciosa hecha a dos manos. Siempre sucedía de ese modo, la simpatía de Oscar me sacaba de mi conversación interior para llevarme a su mundo elemental, práctico y vital.
– Y tu crees que vamos a un hotel de cinco estrellas, si lo más seguro es que nos alojen en la escuela de los che y no veamos ni a una vieja siquiera.
La conversa tomaba los cauces previsibles: especulaciones sobre como lo íbamos a pasar en Buenos Aires, planes para tirarnos a una minita decente, pero calentona, que terminaría seducida por nuestros uniformes de gala y nuestro mejor bla bla y si eso no funcionaba había un plan "B" basado en unos datos sobre unas casas de putas espectaculares que había en Buenos Aires.
– Si estás tan negativo no te va a resultar nada, mejor me duermo – dijo Oscar.
– No es mala idea – le respondí, y nos quedamos en silencio como si nos hubiéramos dormido de golpe. Yo al menos me quedé divagando entre los recientes recuerdos del cruce de la cordillera mezclado con los temores de mi madre a que desafiáramos a las montañas cruzándolas en pleno invierno. Hacía frío por cierto, pero no habíamos tenido ni el menor problema ahora las dos locomotoras nos llevaban volando, porque el terreno se había vuelto plano y cuando despertáramos ya estaríamos cerca de Buenos Aires.
El sueño que tenía era intermitente, a cada rato me despertaba. No estaba intranquilo, solo debía estar echando de menos el duro camarote de la Escuela Militar, lo cual me resultaba bastante extraño porque cuando estaba en Escuela solía extrañar la cama de mi casa, ahora no, no sé que daría por estar en mi camarote.
El ruido de acero contra acero de los frenos del tren era de esos agudos en extremo, que me resultan insoportables, pero fue útil, ya que atiné a sujetarme de la barra que estaba cerca de mi cabeza con mi mano izquierda, famosa porque con esa nadie me aguantaba de pie un golpe dado en el pecho, y fue justo a tiempo para evitar ser lanzado como proyectil contra otro asiento, contra el techo o contra lo que fuera. Después hubo algunos corcoveos de caballo chúcaro, de bestia sin amansar y luego ya nada estuvo en su lugar. Sentía que dábamos vueltas sin parar, tantas que hasta me podría marear. Sentí un terror de pesadilla y quise inútilmente despertar, pero eso era imposible porque me encontraba completamente despierto seguramente desde antes del frenazo. No quería aceptar que estábamos sufriendo un accidente tremendo.
– Oscar, Oscar ¿Dónde estás? – pregunté.
Me respondió un quejido, en el que no pude reconocer a mi amigo.
– Oscar, Oscar ¿Dónde estás? – insistí.
El quejido que escuchaba me ayudó a orientarme en la semioscuridad, me acerqué al lugar de donde venía y encontré a Oscar. Tenía destrozado su brazo derecho. Era él quien se quejaba de esa forma que yo jamás había escuchado. Tomé su mano izquierda que estaba terriblemente helada como un fierro más. Lo vi tan mal que no me salió palabra. Fue él quien me preguntó como estaba yo y luego que qué había pasado. Rápidamente le expliqué que estábamos en algún lugar entre Mendoza y Buenos Aires que habíamos descarrilado y que ya vendrían con ayuda que no se preocupara.
– Estoy mal – me dijo – así no voy a poder tirarme ni una argentinita. Te va a tocar a ti sacar la cara por Chile.
– No hables tonteras, ahora, guarda tus energías para salvarnos de ésta. Te voy a mover un poco para sacarte del carro.
– No creo que me puedas mover, parece que mis piernas están aplastadas y casi no las siento.
De pronto hubo algo más de claridad y pude examinarle las piernas. Un fierro las aplastaba a la altura de la ingle.
– Voy a buscar ayuda, no te preocupes – y salí por la ventana.
Inmediatamente comprendí que poca ayuda iba a encontrar porque de todas partes surgían gritos que pedían socorro, solo dos cadetes estaban afuera y miraban atontados sin saber que hacer. Muy cerca de nosotros una llama salía del carro. Era un incendio que comenzaba.
– Apaguen eso, antes de que se quemen todos los heridos – grité a los cadetes, a pesar de no tener mando sobre ellos y me lancé nuevamente dentro del carro para sacar a Oscar.
En el interior encontré a Oscar con toda la lucidez que les faltaba a los cadetes a quienes había ordenado apagar el fuego. Él había comprendido cabalmente su situación y me tendía su revolver de servicio. Mira el fierro destrozó mis piernas y tengo la mano derecha quebrada No me dejes morir quemado, siempre quise morir de bala, aquí tienes mi revolver cargado, dispárame al corazón y listo.
– ¿Y si mejor te vuelo los pocos sesos que tienes, por decir güevadas?
Oscar no entendió mi broma y me contestó en serio:
– No, a la cabeza no porque uno queda muy feo y no quiero que me vea así mi mamá.
Oscar no hablaba así. Él decía “mi vieja” para creerse canchero con nosotros o “mi madre” cuando hablaba ante algún oficial para darse más importancia y nunca mi mamá, porque lo consideraba infantil y de verdad cuando dijo “mi mamá” le sonó verdaderamente como a un niño, fue algo tan raro que sentí miedo y percibí lo terrible que nos estaba ocurriendo, también pensé en mi mamá, pero sentí que eso me ablandaba y reaccioné volviendo de golpe al aquí y ahora, al humo, los gritos, los vidrios rotos y la sangre que se apozaba bajo el cuerpo de mi amigo.
– Mejor no hables si vas a decir estupideces El golpe parece que te terminó de joder las neuronas... con este fierro voy a hacer una palanca y te sacaré de aquí.
– Inténtalo, pero no me dejes morir quemado.
– Si alguien me ayudara, te podría sacar, ¡grita por ayuda! – le ordené con toda la autoridad del compañero, del amigo y de los dos meses mayor que yo era.
– Ya no tengo fuerzas y nadie va a venir con toda la confusión, si no pueden ni apagar el fuego. Ven ayúdame con el arma si amartillas el revolver yo mismo me podré disparar, para que no te metas en un lío por mi culpa.
– Con tu cháchara no me dejas concentrarme en lo que tengo que hacer – respondí, aunque cada vez tenía más claro que no lograría sacar a Oscar y que el fuego se acercaba. No quería mirar hacia el lugar de donde venía el calor, pero sabía que estaba cada vez más cerca.
– Guerra, Guerra, no tienes una botella de algo – preguntó Oscar usando esa deformación de mi apellido y que solo usaba en medio de una juerga cuando empezaba a cambiarle nombre a todo el mundo solo por que se le antojaba.
Caí en su juego, me acerqué a él y le recordé que nos habían allanado hasta el bolsillo perro para que no lleváramos licor. “Ley seca” había dicho el mayor…
– Ahora que estás aquí jala el martillo hacia atrás y yo me encargo del resto.
– Si amartillo tu arma, ¿me dejarás trabajar tranquilo?
– Te lo prometo – me dijo y lo hice sin pensarlo más, para no perder más tiempo, puse en sus manos el revolver con el martillo hacia atrás. Ahora el esfuerzo para dispararlo sería mucho menor, pero yo ya no tendría que pensar en eso, sino en sacar pronto a Oscar de ese trance.
Con energías que no sé de donde salían intenté nuevamente liberarlo de la trampa que lo tenía atrapado, pero se necesitaba la fuerza de unos diez para lograrlo. No, ya no podría. La única esperanza es que los demás lograran controlar el fuego, pero este avanzaba de prisa.
– Guerra, Guerra – llamó nuevamente con voz desesperada – ya no hay tiempo ya casi me quemo y no tengo fuerzas para disparar con mi mano izquierda. Tienes que ayudarme.
– ¿Quieres que te mate? – pregunté como si no hubiese entendido hace rato que ese momento llegaría.
– Yo puedo apuntar hacia mi corazón, pero tú tienes que ayudarme a apretar el gatillo.
El fuego estaba realmente cerca, era poco el tiempo que quedaba, lo abracé para decirle que realmente eran unos maricones los que nos habían confiscado la botella de pisco, que seguramente se la había terminado tomando ellos mismos, que lo de la “ley seca” no se lo tragaba nadie. Tomé su mano izquierda y de inmediato salió el tiro, yo no jalé el gatillo, solo tomé su mano izquierda. Salí por la ventana con mis ropas humeando, con los ojos anegados en lágrimas, los cadetes que estaban afuera las apagaron con golpes que no sentía. Mi gloriosa zurda colgaba sin fuerzas y de ella colgaba un revolver que resbalaba y yo no podría evitar que cayera, aunque pusiera todo mi empeño en hacerlo, la gravedad fue más persistente y el revolver se desprendió de mi mano, cayó sobre una roca y pareció convertirse en un copo de nieve, porque lo hizo sin emitir un solo sonido, cuando vi la llamarada salir por el cañón comprendí que algo andaba mal, no escuchar un tiro casi en mis pies no podía ser real, tuve la esperanza que todo fuera una pesadilla, pero no. Lo que ocurría es que no escuchaba nada.
Esa noche tuvimos 12 bajas, yo tenía quemaduras en mis manos y trauma acústico severo, fui considerado herido leve, de esos que aún podían marchar y que marcharíamos, tal como fue la orden de mi General. Perdí varias veces el paso, me costaba seguir el ritmo porque mi oído no quería escuchar y no escuchó la ovación que nos brindaba Buenos Aires. No escuchó nada nada, - ni jota - diría mi compadre, hasta que una camarera me murmuró dulcemente al oído: “Ven, quiero estar con un valiente como tú” y la seguí.